CHRISTIAN TUBAU ARJONA

CHRISTIAN TUBAU ARJONA

PROLOGO

Como el trino del cenzontle imita las voces de otras aves que cantan a su alrededor, así el título de estos papeles digitales se hace eco del verso del poeta cantor… “Si no creyera en la locura / de la garganta del sinsonte…” Trino polifónico el de este pájaro aliblanco, prodigiosa locura que su nombre de familia (Mimus polyglottos) delata y que corrobora su denominación en lengua náhuatl (Cenzon-tlahtol-e): el pájaro de los cuatrocientos cantos. Pero el eco nunca devuelve el sonido original intacto: una leve distorsión, una fértil différance, lo transforma en un sonido nuevo, en una canción nueva. Así, en estas páginas, las voces que se oirán son las que salen de la garganta de otra criatura, el simbionte, un ser vivo que se forma de la íntima hibridación de seres procedentes de distintos reinos. La imagen que ilustra el título (un liquen de la familia Cladonia), remite también, con sus erguidas trompetillas, a las múltiples voces que poblarán este cuaderno. Páginas híbridas, pues; páginas en las que convivirán (syn-biosis) estrechamente vinculados, entretejidos por sutiles raicillas, textos e imágenes sobre los infinitos seres vivos (los diez mil seres de Lao Tsé); o sobre las artes plásticas, que demuestran que es posible, como quería Octavio Paz, “soñar con las manos”; o sobre poesía (el musgo filamentoso de los versos) y otras especies literarias como la novela o el cuento; o sobre filosofía (las largas y tupidas crines de los conceptos). Walt Whitman decía "Brote la hierba de las palabras". Así de la blanca tinta eléctrica broten aquí líquenes alegres y polícromos, pioneros de la vida, que agrieten la obsidiana del espacio virtual.

23 de marzo de 2013

Reseña de Collected Poems, de Nabokov



Collected Poems, by Vladimir Nabokov
Penguin Classics, 2012

Reseña de Christian T. Arjona


Todos los grandes novelistas, como Nabokov, James Joyce o Samuel Beckett, son, en primer lugar y por definición, poetas, porque la poesía es el uso creativo e innovador del lenguaje. Algunos de ellos diluyen su lirismo en la prosa, como Marcel Proust; otros escriben, además de historias, versos. Y casi todos, en su juventud, fueron apasionados lectores y escritores de poesía.

Este es el caso de Vladimir Nabokov, autor de la célebre Lolita y uno de los mejores prosistas en lengua inglesa del siglo veinte. En su brillante autobiografía tardía, Speak, memory, Nabokov relata cómo en su temprana juventud, en el verano de 1914, se vio arrastrado por el caudal de la inspiración poética: “the numb fury of verse-making came over me”. Y el primero de sus poemas, “Music”, aparece por primera vez en el valioso volumen de sus Collected poems que acaba de salir a la luz para gozo de los lectores y admiradores de su obra.

Muchas son las virtudes de este libro, pulcramente editado e introducido por Thomas Karshan. En primer lugar, las novedades que aporta al público de lengua inglesa: la publicación de poemas hasta ahora inéditos (como The University Poem, de 1927) y la brillante traducción de sus poemas rusos, por parte del hijo del autor, Dmitri Nabokov. Y en segundo lugar, la luz que arroja sobre la vertiente más desconocida del autor ruso, que es principalmente conocido por sus novelas, aunque en algunas de ellas, como The Gift o Pale Fire, la presencia de los poetas y la poesía era ya muy importante.

Los lectores de Nabokov saben por experiencia que su escritura, por su plasticidad, delicadeza, extrema precisión y artesanía de la palabra esconde un gran poeta, pero lo que ofrece esta edición de sus poemas reunidos es la oportunidad de leer sus versos, y de comprobar, con admiración, en qué medida éstos se distinguen de su voz como novelista: un maravilloso contrapunto de su prosa extática, como decía John Updike.

En la introducción de la única edición anterior de sus poemas, Poems and Problems, Nabovok distinguía varias fases y temas predominantes en su quehacer versificador: una etapa inicial de versos de amor apasionados no muy originales; otro periodo en el que predomina la desconfianza hacia la llamada Revolución de Octubre; otro, que alcanza ya hasta los años 20, de retrospecciones nostálgicas; otra década de poemas más narrativos, que incluían una breve historia, y, finalmente, a finales de los años 30 y las siguientes décadas, en las que se liberó de los grilletes autoimpuestos y descubrió “su estilo más robusto”. Y en cuanto a sus poemas escritos ya en inglés para el The New Yorker, convenientemente separados en esta edición, Nabokov los consideraba: “of a lighter texture... owing to their lacking that inner verbal association... which marks the poems written in one’s mother tongue, with exile keeping up its parallel murmur.” A pesar de estas diferencias temáticas y de estilo, la característica común que más sorprende al lector de sus poemas es su atrevida sencillez, rayana en la naïveté.

Como bien describe Thomas Karshan en su ensayo introductorio, en sus versos hallamos un “paisaje lírico” lleno de “declaraciones ardientes, exclamaciones ingenuas y narraciones muy directas...” que “a menudo tienen lugar en el mismo escenario familiar, heredado del Romanticismo: un hombre se sienta solo en una habitación iluminada por la luna, mirando por la ventana abierta, perseguido por los recuerdos irresueltos de un pasado perdido e irrecuperable”.

El contenido de los poemas es de fácil comprensión, sus formas estróficas tradicionales – con frecuente recurso del apóstrofe -, y su pretensión es de una pureza admirable: “look for a simple word of human love”. Esta simplicidad contrasta vivamente con la sofisticación y complejidad de su escritura novelística, y nos descubre una sensibilidad sin barroquismos que, sin embargo, es en el fondo la misma que anima el intenso lirismo de su prosa. Y es que para Nabokov, la escritura debe dar vida a los objetos, “experiencing every detail as if it were potentially responsive”, llevado por un amor a las “simple tender things”. Y su simplicidad es sólo aparente, pues detrás de cada poema hay una compleja artesanía de la palabra poética, altamente consciente del poder de la métrica, el ritmo, la rima y la metáfora. 

Una de esas cosas simples y tiernas son las mariposas, a las que Nabokov dedicó también toda su vida. Su trabajo de laboratorio como lepidopterólogo le enseñó la belleza del mundo diminuto, y podríamos decir que esa experiencia se refleja en sus poemas: pequeñas miniaturas cristalinas, bellas y elaboradas como alas de mariposa vistas a través de un microscopio. Como él mismo declaró hablando de su experiencia como estudiante de Biología en Cambridge:

To twist a screw of brass,
so that, in the water’s droplets,
the world would radiantly appear
minute - that is what occupied my day.”

Los poemas contenidos en este libro – ya sean amorosos, nostálgicos, narrativos o ligeros – siempre nos muestran también, a través de las lentes atentas y creadoras de su autor, la belleza de un mundo siempre radiante, inaugural.



Un artículo sobre Robert Schumann



 SOBRE ROBERT SCHUMANN

Charles Rosen

 Traducción: Christian T. Arjona

De todos los compositores que han contribuido de forma duradera al repertorio concertístico estándar y que han alterado radicalmente la historia posterior de la música clásica, Robert Schumann, cuyo bicentenario celebramos este año, ha suscitado el mayor de los malentendidos. El malentendido comenzó con su propia concepción de su genio y de su lugar en la historia.
En Leipzig, de joven, cuando rondaba los veintinueve años, creó una nueva forma revolucionaria de música para piano: un conjunto de piezas de carácter – retratos de amigos, danzas populares, imágenes de paisajes o emociones – que no debían escucharse sólo como unidades individuales, sino como partes de un todo. Cada conjunto podía experimentarse como una única obra y, asombrosamente, cada uno tenía también una suerte de estructura narrativa, empezando de forma estable, aumentando la tensión dramática y terminando con una resolución a veces triunfante y brillante, a veces conmovedoramente poética. Entre estas obras están Papillons, Carnaval, Davidsbündlertänze (Danzas de la Cofradía de David), Kinderszenen (Escenas de niños) y Kreisleriana. Schumann mismo llegó a sentirse a disgusto con sus logros, diciendo que ya había demasiados compositores que podían escribir piezas de carácter breves, y que lo que se necesitaba era trabajo realmente serio – sonatas, sinfonías y cuartetos. En otras palabras, lo que la época  reclamaba era un sucesor de Beethoven.
Cuando sus grandes series de obras para piano fueron terminando hacia 1840, Schumann comenzó a escribir canciones. Ésta era una forma musical que previamente él no creía digna de la consideración de un compositor realmente ambicioso. Pero en esos años adaptó poemas de Heine, Eichendorff, Chamisso y otros, y en un año y medio había producido 125 canciones. Apoyándose en el trabajo de Franz Schubert, revolucionó el Lied alemán con una nueva concepción de la relación entre la melodía cantada y el acompañamiento. Creó ciclos de canciones como sus grandes composiciones para piano en las que todas las canciones debían entenderse como partes de un todo unificado, pero en las cuales el acompañamiento de piano jugaba un papel de la misma importancia que la línea vocal.
Schubert había compuesto a menudo el escenario de sus canciones con una frase de apertura para piano, pero la innovación más sorprendente de Schumann fueron los ocasionales postludios largos para piano, que a veces incorporaban material totalmente nuevo, haciendo un elaborado comentario puramente instrumental sobre el tema de la canción. También amplió el alcance de la representación musical mucho más allá que sus predecesores, con efectos de ironía y sarcasmo, éxtasis y desesperación.

Después de esta etapa se dedicó principalmente a componer ambiciosas formas musicales que se consideraban importantes – sinfonías, oratorios, cuartetos,… Años después escribió algunas canciones más, pero éstas raramente resultan tan efectivas como las de su producción monumental de cuando tenía veintinueve y treinta años. Entre las obras de las grandes formas musicales, como sus sinfonías, pueden hallarse muchas cosas valiosas, pero a menudo éstas no pueden compararse en cuanto al poder, energía y originalidad con sus composiciones para piano y los ciclos de canciones de la década anterior.
En la vida de Schumann aparece una constante: con cada nueva forma o medio, se ponía a escribir como un poseído. El maravilloso concierto para piano que vino poco después de los ciclos de canciones fue originalmente una obra de un sólo movimiento (como la Fantasía del Viajero de Schubert) que realmente incluía cuatro movimientos – un allegro, un movimiento lento, un scherzo y una recapitulación con coda final. Su mujer, Clara Weick, una pianista famosa, le pidió dos movimientos más y él se los proporcionó – y son excelentes, pero mucho más ligeros y menos apasionados, con la brillantez y el carácter de la música de salón. Después vinieron dos obras más para piano y orquesta que nunca tuvieron el favor del público y son mucho menos interesantes en casi todos los sentidos.
La única de sus grandes obras de música de cámara que logró una popularidad real es la primera, el Quinteto para piano y cuerdas. Durante la década de 1840 se interesó brevemente por un piano con pedalier, como un órgano, y compuso 6 cánones (Op. 56) de una belleza exquisita para ese instrumento (Debussy los arregló para dos pianos para que la interpretación fuera más cómoda). Las cuatro obras posteriores (Op. 58) para este instrumento son desafortunadamente de poco interés. El impulso creativo de los veintiún a los treintaiún año se disipó en gran medida, a pesar de unas pocas obras extraordinarias como el movimiento lento de la Sinfonía en Do mayor (Op. 61) y la primera de las Canciones de Primavera para piano (Op. 133), basada en los poemas de Hölderlin.
Los mayores logros de un compositor a menudo vienen inspirados tanto por sus deficiencias como por sus talentos naturales. Las bellas melodías no acudían a Beethoven tan fácilmente como a Mozart, ni tenía el primero aquella facilidad para el contrapunto como la de Mozart, pero él supo dar con algunas de las ideas melódicas más originales cuando las necesitaba, y con sólo la fuerza de su voluntad elaboró un nuevo tipo de contrapunto que podía rivalizar con el de J.S. Bach y con el de Mozart. De hecho, me parece que el oyente puede percibir esa dificultad para construirlo, y eso da a su contrapunto una fuerza que no hallamos en ningún otro lugar, como si experimentáramos nosotros también la fuerza de voluntad necesaria para su concepción.
Del mismo modo, fue la debilidad de Schumann la que inspiró las más originales concepciones y las que tuvieron la mayor influencia en los compositores posteriores. En su famoso ensayo sobre la Sinfonía Fantástica de Berlioz (Schumann era un gran periodista musical), caracterizó como una prisión al sistema métrico musical de su época, inspirándose en un pasaje de un novelista, Johann Ernst Wagner, un discípulo de Jean Paul (el escritor contemporáneo favorito de Schumann), que había afirmado que las canciones del ruiseñor manan de su boca con ritmo libre, sin la restricción de los compases demasiado estrictos y uniformemente medidos que aflige a los compositores.
Básicamente, casi toda la música de aquella época se medía usando de dos a cuatro tiempos en cada compás, con una clara acentuación fuerte al principio de cada compás, que define la figura rítmica. Además, desde el año 1730 aproximadamente, se anteponía casi siempre un tiempo más lento, agrupando todos los compases en grupos de cuatro u ocho, el primero de los cuales tenía un acento más fuerte.
            Esta convención ha durado hasta nuestros días; articula claramente la armonía, y estaba ciertamente influida por las convenciones de los pasos de baile. La agrupación de cuatro u ocho compases, regulando en gran medida la armonía y el ritmo, hizo posible las grandes improvisaciones del jazz del siglo XX, desde Art Tatum y Teddy Wilson hasta Miles Davis (si uno puede dar por segura la estructura armónica de fondo, es posible superponer imaginativamente la improvisación sin miedo). La regularidad de la frase de cuatro compases también es útil porque tiene un efecto casi físico, hipnótico, capaz de arrastrar al oyente con la música, una característica totalmente crucial desde el boogie-woogie hasta la música rock.
Aún con todo, el rígido y banal agrupamiento por cuatro compases a menudo era percibido como una carga que limitaba la creación. Schumann sugirió que acaso Berlioz se convertiría en el compositor que recapturara la libertad del ruiseñor con un ritmo más espontáneo. Citando a Johann Ernst Wagner escribió que “aquel que esté destinado a disimular y hacer imperceptible la tiranía de los compases en la música liberará, al menos en apariencia, este arte.” De hecho, Schumann considera esta aspiración un ideal de su época, un retorno a la libertad del estado de la naturaleza:

Parece que en el caso presente la música está intentando volver a sus orígenes,… y adquirir para sí un estilo de prosa o una más elevada articulación poética [como en los coros griegos, o el lenguaje de la Biblia, o la prosa de Jean Paul].”

Es cierto que los compositores posteriores al año 1830 estaban intentando encontrar un flujo más continuo y unificado, exento de las frases separadas con rígida exactitud, con los motivos cortos y contrastados que hallamos en la música del siglo dieciocho.  Desafortunadamente, sin embargo, ningún compositor importante estuvo tan constreñido por la ley del tiempo fuerte y la frase de cuatro compases como Schumann. Mozart, cuando quería, podía componer frases de cinco y de siete compases que sonaban muy naturales. Cuando Schumann en raras ocasiones escribe frases de siete compases (como en la octava pieza de la Davidsbündlertänze), se ve claramente en seguida que falta un compás, y el oyente se siente sacudido excéntricamente.  
En las baladas, Chopin fue capaz de crear longitudes de frase irregulares que siempre resultaban convincentes; cuando se mantenía en conjuntos rígidos de frases de ocho compases para la organización armónica, generalmente lograba efectos muy variados y de gran flexibilidad, empezando a veces la frase melódica en el segundo u octavo compás. Schumann, por su parte, frecuentemente sortea una dificultad al variar su ritmo sin dar la impresión de artificiosidad deliberada (a veces explotando esa artificiosidad con fines dramáticos, en sus mejores obras).
Los críticos siempre le han reprochado su morosidad y el uso invariante, durante sucesivas páginas o incluso durante un movimiento entero, de una misma figura rítmica (p.ej. tum-ti-tum-ti-tum). En algunas ocasiones, el intérprete siente la dificultad de intentar evitar la monotonía cambiando tonalidad, color del tono y dinámicas. Es cierto que la poca facilidad de Schumann para variar el ritmo básico a menudo produce un impulso musical poderoso, y eso también explica la insólita frecuencia de indicaciones de cambios de tempo muy cortos en su música. Los múltiples indicadores de ritardando generalmente duran sólo un segundo o fracción de segundo.
No obstante, a partir de esta debilidad Schumann desarrolló una técnica nueva de atacar al tiempo fuerte y difuminar la métrica. Ningún otro compositor hizo tan a menudo imposible para el oyente percibir donde está el tiempo fuerte durante largas secciones, sin mirar la partitura impresa. La técnica estándar es sencilla: si hay cuatro notas en un compás, el acento será UNO-dos-tres-cuatro; pero Schumann cambiará de repente a uno-dos-tres-CUATRO, repitiéndolo muchas veces. Si este énfasis se sostiene durante suficiente tiempo (como en la Toccata para piano y en partes de la gran  Fantasía en Do mayor), el oyente pensará que el tiempo fuerte, indicado por la línea divisoria de los compases, ha cambiado. En el clímax final de la Toccata, el cambio se sostiene durante una sección muy larga, y luego, con violencia creciente, las manos izquierda y derecha, tocando fortissimo, de golpe alternan y acercan ambos tiempos fuertes en la cuarta y la primera nota, como si dos mundos métricos, asombrosa y confusamente, coexistieran. 
Al comienzo del importante ciclo Kreisleriana, durante siete compases todos los acentos de la mano izquierda están en el segundo y el cuarto tiempo, y luego en el octavo compás hay un sorprendente estruendo fortissimo en el tercer tiempo que confunde las expectativas rítmicas del oyente, y cuando el tema regresa de nuevo hacia el final, todos los acentos han pasado a los tiempo primero y tercero. En el segundo scherzo de la Sonata en Fa menor, el tiempo fuerte no se  define claramente durante varias páginas.       
Estos experimentos anticipan muchos de los desarrollos del siglo veinte, desde Stravinsky y Schoenberg hasta Pierre Boulez y Elliott Carter, y se complementan con otras páginas de Schumann, como la última pieza de la Kreisleriana, en las que la mano izquierda pulsa constantemente, tanto armónica como rítmicamente, en los tiempos erróneos, creando lo que podría denominarse una disonancia rítmica y armónica.
 En estas páginas experimentales, Schumann encontró modos excéntricos, de pequeña escala, para socavar el sistema rítmico convencional de su tiempo. Fue el más literario de los compositores y tomó como modelo para algunas de sus obras puramente instrumentales, como Papillons y Kreisleriana, las novelas de Jean Paul y E.T.A. Hoffman, así como los poemas de Heine y Hölderlin. Estos efectos desconcertantes y turbadores son paralelos musicales al cultivo deliberado de los rasgos irracionales de los poetas románticos, desde Blake y Coleridge a Hölderlin, Heine, Lenau y muchos otros.
En Schumann, el efecto de desestabilizar las expectativas de sus oyentes es idiosincrásico y muy personal. Y hasta qué punto su visión estética era deliberadamente personal puede reconocerse en su doble autorretrato en Carnaval, “Eusebius” y “Florestan”, respectivamente los nombres de las vertientes introvertida y extrovertida de su personalidad. Ninguna de las piezas termina convencionalmente con la nota tónica de la tonalidad en los bajos. De hecho, “Florestan” propiamente no termina, sino que estalla exasperadamente en una disonancia repetitiva y violentamente martilleada, suspendida de pronto en el aire, y tras una pausa, comienza la siguiente pieza.
     Una controversia veinte años después de la muerte de Schumann arroja una extraordinaria luz sobre otra de sus innovaciones, más fundamental e influyente, que cambió radicalmente la historia de la música. En 1879, en una revista dirigida por Richard Wagner en Bayreuth, apareció un ataque malintencionado hacia Schumann, escrito por Joseph Rubinstein, un joven judío idólatra de Wagner, que había convencido a Wagner para que le contratara como asistente y que estuvo a su servicio fielmente hasta la muerte de Wagner (poco después de la cual se suicidó). El artículo atacaba las grandes canciones de Schumann, caracterizándolas de música barata de salón.
           El gran compositor noruego Edvard Grieg, agradecido a Schumann por la inspiración de gran parte de su música (el concierto para piano, en particular), escribió una respuesta indignada al artículo. Estaba sobre todo sorprendido de que el ataque proviniera del círculo de Wagner porque, tal y como correctamente señaló:
       
 En su manera de entender el piano, Schumann... fue el primero que, con un espíritu moderno, hizo uso de la relación entre la canción y el acompañamiento, el mismo que Wagner posteriormente desarrolló hasta un grado que plenamente demuestra la importancia que le otorgaba. Me refiero a cómo el piano, o la orquesta, conduce a la melodía, mientras la  voz está recitando. 

            A lo que Grieg se refería aquí sobre el contraste entre la melodía y el recitado, es a la aparición de la melodía tanto en la voz como en el piano u orquesta, con un ritmo regular en los instrumentos pero con un ritmo más idiosincrásico para la voz, que refleja el ritmo de las palabras tal como son habladas[1]. Tocar la misma melodía simultáneamente con ritmos diferentes se conoce como heterofonía. Se cree que existía en la Grecia clásica, cuando la voz y el instrumento ejecutaban la misma frase con distintas inflexiones rítmicas. Con mucho tacto, Grieg no atribuía plagio consciente a Wagner, añadiendo, “por todo esto, es un hecho que los contemporáneos se influyen recíprocamente quieran o no quieran.”
            Sin embargo, podemos ir más lejos. En relación con este aspecto heterofónico cabe mencionar la práctica de Wagner, que ya encontrábamos en las canciones de Schumann, de dejar la línea vocal fragmentaria y sin resolver, para que fuera completada por los instrumentos. O a la inversa – dejar una línea instrumental incompleta para que la termine la voz, una técnica fundamental wagneriana que ya había demostrado Schumann hasta un grado sofisticado. En esencia, ambos conciben a menudo una melodía realizada de forma distinta tanto por la voz como por el acompañamiento, a veces una sobrepuesta a la otra, o dejada incompleta una para que la otra la finalice.[2] En ambos, la melodía es independiente de su realización específica por parte de la voz o del instrumento, y aparece sólo como una colaboración. En la segunda canción del Dichterliebe, por ejemplo, la voz nunca llega a terminar la melodía, acabando tres veces con la penúltima nota en una armonía disonante y dejando al piano resolver la frase, de improviso, con un simple pianissimo.
            Esto no sólo ocurre en la composición de canciones de Schumann. La técnica ya había sido elaborada en sus obras para piano en la década precedente. En éstas la melodía es a menudo independiente de si el registro es grave o agudo, y existe simultáneamente en la mano derecha y en la izquierda, con un ritmo regular en una mano y un ritmo expresivo, casi hablado, en la otra. Ante todo, en cientos de lugares, ni la mano derecha ni la izquierda poseen la melodía entera, sino que requieren una continuación en otra parte del piano para resolverse. Una disonancia no resuelta en el registro en que se encuentra nunca da la sensación de resolución completa cuando esta resolución se da en otro instrumento o en otra parte del espacio musical. Ningún compositor antes de Schumann había utilizado tan expresivamente las cadencias no resueltas, preludiando un cambio en la visión del lenguaje musical de la tonalidad.
         El contraste con los contemporáneos inmediatos de Schumann – sobre todo con Chopin – es muy grande. Casi todos los compases de Chopin pueden analizarse como realizaciones de una armonía a cuatro voces académicamente correctas. Esto le venía de su estudio de toda la vida de J.S.Bach, y uno siempre es consciente de la independencia de las voces interiores en su música. No así la música para piano de Schumann, que es en este sentido el primer compositor realmente moderno para la música actual del piano usando el pedal tonal. Para él, el piano no era el medio para cuatro líneas de contrapunto separadas, sino un instrumento vibrante para realizar una sola línea y sus armonías dependientes.
            Al comienzo de su Fantasía en Do mayor, la melodía de la mano derecha es fortissimo y las rápidas notas del acompañamiento en la izquierda son muy suaves, sostenidas con el pedal tonal todo el tiempo, como si todas sólo fueran ecos de las notas de la melodía en un registro más grave, como los acordes de acompañamiento de un trémolo en una sección de cuerda. Si en una interpretación uno puede oír claramente todas las notas de la mano izquierda separadamente, entonces se puede asegurar que el pianista no ha entendido nada de la concepción de Schumann. Él quería una línea melódica potente y un acompañamiento difuminado. El uso del pedal en Schumann a menudo era una nueva experiencia auditiva, mientras que en Chopin, su uso siempre clarificaba las voces internas individuales y la relación con la línea de los bajos. No sólo Wagner y Brahms iban a desarrollarse a partir de Schumann, sino también Debussy y Ravel (este último con la importante influencia de Liszt).
           Este desarrollo también es resultado de la debilidad de Schumann. Él carecía del don natural para el contrapunto y la conducción de voces que encontramos en Mozart y Chopin. Como Chopin, estudió a Bach, pero con menor intensidad, y su fundamental falta de apreciación se revela por haber compuesto acompañamientos innecesarios para las sonatas de violín de Bach. Su condena del gran final monofónico de la Sonata en Si bemol menor de Chopin es también indicativa: “No podemos admirar esto, pues no es música”, escribió. No podía admirar la capacidad de Chopin para crear armonía a cuatro voces, como Bach, desde una sola línea. En sus propias obras, sin embargo, replantear las diferentes voces de una pieza como una sola línea sobre distintos registros, requería un esfuerzo extraordinario de originalidad. Su heterofonía fue un magnífico sustituto para el contrapunto académico.
          Sólo queda un importante innovación, de largo alcance, por mencionar: el uso de música popular – no música folclórica o de estilo étnico pintoresco como la que habían usado sus predecesores, sino música urbana ordinaria, como música de banda de los parque públicos y canciones vulgares estudiantiles. A la gran soprano Elisabeth Schumann siempre le disgustaba cantar la onceava canción del Dichterliebe, un ciclo de canciones tomadas del poemario Lyrisches Intermezzo de Heinrich Heine. Es un poema brutal, y una canción aún más desagradable:

Un muchacho amaba a una doncella;
ésta adoraba a otro galán
que prefería a otra dama,
y ella acabó tomando por esposo
al primero que se cruzó en su camino.
Este es un antiguo cuento,
y a quienquiera que suceda
le parte en dos el corazón.

           El arreglo de Schumann es chocante, jovial y vulgar. La melodía es excepcionalmente desagradable y hace que el sarcasmo de la música sea más fuerte que las palabras. Junto con la música de banda de Papillons y el Desfile de Carnaval, esta innovación anticipa el uso dramático de la música urbana ordinaria en la obra de Mahler, Berg, Ives y Weill. Su inserción en una obra maestra seria es una innovación rompedora, y puede decirse que preludia el uso modernista del estilo de la ficción ordinaria en una obra literaria seria, como en el Ulysses de James Joyce.
       En Dichterliebe, es impresionante el contraste entre esta canción basta y los más delicados  e intensamente poéticos sentimientos de otras piezas. De todos los compositores románticos, Schumann era el más excéntrico y el más privado. Nadie más pudo alcanzar   a la vez tanto la comicidad grotesca como la expresión del más íntimo pathos. Algunas de sus más importantes obras tempranas iban firmadas con los seudónimos de Florestan y Eusebius. Su obra para piano de mayor intensidad es quizá Davidsbündlertänze (en Carnaval había “máscaras”, dijo, pero en esta pieza hay “rostros”). Llegó a indignarse por un tiempo cuando se enteró que Liszt y Clara la habían tocado en público.
            Toda su vida temió la locura, y podó sus primeras obras, corrigiéndolas, para borrar cualquier evidencia de excentricidad irracional, con lo cual eliminó algunos de los más originales e impresionantes detalles. Tras un intento de suicidio, ingresó voluntariamente en un manicomio, en el que murió dos años y medio después, en 1856.

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Nota: Este texto es la traducción del artículo "Happy Birthday, Robert Schumann", del compositor Charles Rosen, publicado en inglés en la revista New York Review of Books, en  diciembre del 2010. 

Agradezco al compositor Josep Soler y al pianista y profesor de música Xavier Barbeta su inestimable ayuda para la aclaración de algunos términos técnicos de esta traducción.



[1] Schumann escribió dos melodramas: Op. 106 (1849) y Op. 122 (1852) [Nota del traductor].
[2] En el Liebestod de Isolda, por ejemplo, el clarinete y el violín doblan la primera frase de la soprano con notas acompasadas, mientras la soprano canta con un ritmo más cercano a la palabra hablada, y el motivo más expresivo es ejecutado primero por el clarinete y terminado después por la soprano. [El compositor Josep Soler me indica que esta nota de Rosen puede no ser correcta. Ver la partitura completa, Acto III, compases 1621 y siguientes. Nota del traductor].